Cuento de Pinpilampando, Mondongohondo y su amigo Tragamojones.
Pinpilampando y su amigo Mondongohondo madrugaron como todos los días, con el gruñir de sus estómagos vacíos. Y es que hace no mucho, no os creáis, se pasó hambre, pero hambre del malo el peor, ese que ni siquiera deja dormir. Y no valía con trabajar como verdaderas bestias día y noche. Eso ya lo hacían la mayoría apenas cumplían los seis años de edad. El problema era que se pagaba poco, tan poco que a veces la jornada se pagaba con un almuerzo, comida o cena.
Cosa que se lograba siempre y cuando se pudiera trabajar. La cosa pintaba de muy distinto color cuando ya ancianos y dependientes no les quedaba otra que dejarse cuidar por los hijos, hermanos u otros familiares, el que los tuviera. También los había, los menos, de esos que no trabajan por dar trabajo a los demás. Y claro si trabajando como burros apenas lograban mantenerse, menos estos sin dar palo al agua.
Así que pasaban hambre un día sí y al otro también. Una mañana según pasaban por la calle Empedrá, al pasar por la casona de San Lorenzo del Escorial, echaron e ojo a un queso de oveja tierno que tenían los frailes a la ventana para que se orease un poco mientras cogía la sal. Y estos huelgazurrones, tras los ojos sin dudarlo le echaron el guante, escondiendo el queso con la chaquetilla roída de uno de ellos.
Los muy ignorantes se fueron hasta los Calvillos, por debajo de las Canalejas, donde escondieron su botín en el tronco hueco de un olivo. Quedando a la noche para dar buena cuenta de él volviendo a pasear por Arenas como solían hacer todos los días, para no levantar sospechas.
Pero Mondongohondo no pudo aguantar el hambre y cuando se retiraron al medio día a sus casas, el otro tiró camino Cuesta de San Agustín arriba, comiéndose todo el queso, sin pan, ni vino, ni nada de nada. Queso con queso. Casi se muere de la estrangurria que le entró. Tuvieron que llevarle al médico de lo malo que se puso. Creía verse morir el tragón de él. Hasta la Tía Corza tuvo que ir a sobarle la tripa con aceite de oliva, y aguardiente. Después cuando se le pasó la tremenda descompostura lo llevaron ante el juez, y de ahí a pagar el queso a sus amos.
Otro día, estaban Mondongohondo y Pinpilampando, pensando de dónde iban a sacar un trozo de pan. Menos mal que en Arenas la matanza se guarda colgada en latas –varas de pino cuando son rollos- en lo más alto de las casas, y bajo llave. Con todo muchas mujeres iban cogiendo morcillas de calabaza, magro adobado, tocino salado y otras cosas más para ir echando a los guisos, dejándolas colgadas del techo de las cocinas.
Y como Arenas está en un profundo valle por el que cruzan las gargantas de Arenal, Cantos o El Ricuevas. Más los arroyos de la Avellanea y El Guisete. Aguas a las que había que sumar la infinidad de fuentes tanto públicas como privadas que corrían alegres por nuestra ciudad. Todas ellas colgadas en las laderas del antiguo Oso de la Jara, por encima de Valdelaosa y de las Jabayosas.
Por eso en muchas calles las casas tienen la puerta principal, y por la calle de atrás, al estar construidas en laderas, hay acceso directo a la segunda planta de la misma vivienda. O a otra vivienda directamente. Quedando en muchas ocasiones las cocinas a la vista de los viandantes. Y en el techo de algunos sabrosos chorizos, lomos embuchados, o en el peor de los casos unas morcillitas, tasajos o ántima adobada.
Pero aquella mañana de agosto pocas cocinas tenían las ventanas abiertas para mantener el frescor natural de etas construcciones tradicionales tan inteligentes y prácticas a la vez que económicas y ecológicas. Así que decidieron bajar a la Dehesa a por lo que ellos llamaban,” unas chuletas de huerta”. Tomates, puerros, cebollas, pimientos, berenjenas, calabacines… y todo tipo de fruta.
Así que echaron un pie tras otro y buscando la sombra de los olivos marcharon para abajo. Cuando llegaron al Arco de San Agustín, les entraron ganas de “cambiar el agua a las aceitunas”. Así que se arrimaron bien cada cual, a un rincón tras el Arco, se bajaron la bragueta y soltaron amarre. Cuando se estaban sacudiendo y guardando, mientras uno canturreaba guasón esta coplilla con el son de Carnaval;
Las mujeres cuando mean, se lo limpian dando un salto
Y los hombres pobrecillos, sacudimos y guardamos.
El otro se echó a reír y al mirar así a su zaga para no salpicarse, vio como un bulto, lo cogió y era una calabaza llena de vino fresco y del bueno. A buen seguro que algún vecino andaba trasteando en el olivar, remondando, haciendo los pies o quitando la hierba para los animales de casa. Seguro que el amo de la calabaza, la dejó allí colgadita, en un rincón del Arco como dice el refrán, por no andar con ella todo el día para arriba y para abajo.
Total, el caso es que el que dejó ahí remetida bajo un durillo la valiosa calabaza, creyéndola a salvo. Cometió un error, un grave error. Más le hubiera valido esconder la calabaza con buen vino en el hueco de uno de los miles de olivos areneros. Que es el lugar donde tradicionalmente hemos escondido las cosas que no queremos que se vean, incluidas herramientas. Quizá por eso el amo del vino creyó más seguro otro escondrijo para la calabaza.
Pinpilampando y Mondongohondo pusieron los pies en polvorosa mientras se metían entre el pecho y la espalda los casi cinco litros que habría más o menos. Así que cuando llegaron a la Cruz de La Becerra llevaban una castaña morrocotuda. Cuando se acabó el vino rompieron la calabaza escondiendo los trozos en los huecos de varios olivos –estaban borrachos, pero no tontos-
Pero entre la carrera de huida, desde el Arco de San Agustín, bebiendo sin parar, hasta la Cruz de la Becerra. El calor del sol y ardor del vino les hacían dar más tumbos que una peonza. El camino se les hacía chico. Con todo lograron llegar al pie de la Cuesta de las Quinterías. Pero dieron tal traspié que acabaron los dos abajo del todo en el río.
Tan lanzados iban, que las piedras con que se topaban, en vez de pararlos en seco, les impulsaba por los aires como dos peleles. Menos mal que no se puso en su desenfrenado camino ninguno de los robles y fresnos descomunales. Pues una de dos, o se hubieran partido los árboles o esos dos calaveras.
La fría agua de la garganta les hizo volver de nuevo al mundo, quitándoseles la cogorza que traían. Y como les suele pasar a este tipo de personas, amigas del vino y del aguardiente. Al salir del agua se sacudieron un poco, y a pesar de la tremenda caída de varios cientos de metros monte abajo, no tenían ni siquiera una matadura.
Esto les pasa según me contaron, porque a los borrachos y los niños Dios les da los mejores ángeles de la Guarda. Y la verdad algo de eso tuvo que ser en esa y tatas otras ocasiones. Quizás se apiade de ellos pues los pobres el vino especialmente les sentaban fatal a sus estómagos huecos. De todos modos, ahí estaban los dos caladitos desde los corvejones, hasta los talentos
De lo alto del puente Los Llanos revolcándose por los suelos destornillándose de risa, estaba Tragamojones, otro como ellos, pero recreaba de Poyales del Hoyo. Este lo había visto todo pues venía del Hoyo con unas brevas buenísimas, por las que pensaba sacar unas perras para vino en los mesones. Mientas los otros se afanaban en escurrir las ropas tendiéndose al sol entre el río y el camino de La Mata. Con el fresco murmullo de la aceña que del río recogía el agua para regar las partes de La Dehesa, los otros no se percataron de la presencia de Tragamojones. Así que se quedaron en calzones y camisa sobre una lancha en medio de una gran mimbrera que allí crecía.
El sol que daba fuerte secó pronto la ligera ropa de aquellos. Tiempo más que de sobra para que el otro se acercara a ellos después de esconder las brevas en el hueco de un aliso enorme que también había entre la ermita de Los Llanos y el puente. Cuando les tuvo a un palmo y sin hacer ruido le pegó un grito diciendo: ¿Para echaros dormir eran esas prisas con las que bajabais la cuesta? ¡Levantaos ahora mismo de ahí calamidades! Los otros dieron tal brinco del susto que se llevaron, que la mimbrera entera se remeció amortiguando el golpe.
Maldita la sangre que te dio la leche, te voy a bañar en sangre. Tú sabes el susto que nos has dado, casi se me sale el corazón. Decía con la cara aún desencajada Mondongohondo, asintiendo el otro que todavía no se había repuesto del tremendo susto.
Tragamojones si antes se destornillaba cuando los vio caer como dos sacos de piñas Quinterías abajo, ahora le dolía la tripa de tanto reír. Siempre hacía lo mismo, tenía fama merecida de hombre bromista. Eso no evitaba que algunas de sus bromas no fueran entendidas del mismo modo que pretendía, perdiendo muchas amistades por sus a veces pesadas bromas. Pero ese no fue el caso, ya que eran amigos. Y a los amigos se les perdona todo y se les quiere tal y como son.
Se conocían muy bien, pues los tres vivían en Arenas de San Pedro, lugar en el que solían y suelen residir gentes de las aldeas y villas del partido, y viceversa. Sobre todo, en busca de mejoras laborales o como fruto de la unión a través de los muchos matrimonios mixtos. De hecho, Mondongohondo aunque se había criado en Arenas no había perdido el peculiar acento de la villa de sus padres, Guisando.
Por eso cuando hablaba no hacía falta preguntarle de donde era, por mucho que se afanase en decir que de Arenas. Este por ejemplo en vez de de decir, -hace fresquito-, decía –hafe cresquito- o en vez de ir a por algo fresco al frigorífico, iba al cigoricrico. Zederico por Federico, o ferefa en vez de cereza.
Pinpilampando recreía de La Corchuela, de donde era y le parió su madre. El padre recreaba de las Majadas. Y al heredar un pico de cabras de un pariente de Arenas, se vinieron a vivir aquí. Y este lo miso que el otro, cada vez que hablaba delataba su procedencia, pues los de La Corchuela también tenían su propio acentillo y fórmulas fonéticas. Entre ellas la que más destacaba por lo usada entre ellos, es el cambio de la r por la l. Pondré un ejemplo, para ellos comer y beber sería bebel y comel. O estal por estar y cosas así.
Mientras que el de Poyales del Hoyo, Tragamojones, en vez de decir ganamos, siempre decía ganemos, o en vez de decir esperamos, decía esperemos. O en vez de decir necesitamos, decía nesecitamos. Un día le pasó algo gracioso, al juntarse con otros dos y recordar una riña con unos pañeros cuchareros, que venían con sus yuntas vendiendo paños. Y ya de paso comprando lana, lo que sabían es que saldrían esquilados.
Tragamojones estaba recordando los hechos, y cuando dijo; Que paliza les peguemos verdad Pimpilampando. El otro le corrigió diciendo; se dice pegamos, pegamos. A lo que Tragamojones respondió con cara de sorpresa. ¿Ha, pero tú también venías? Déjalo, dijo Mondongohondo, a Pinpilampando. Donde no hay mata no crece patata. Tragamojones no se esteraba de nada. Pero va y les dice a los otros dos satélites:
Al venir de Poyales a la altura de Tararira y en los Barriblancos dos gañanes forasteros echando unas huebras. Le extraño verlos arar a esas alturas del año, pero aquellas tierras habían estado baldías años y años, y a buen seguro las estaban aireando y resanando con abono para sembrarlas la siguiente temporada.
Siembras que regarían con el agüilla del arroyo y fuente de Guisandillo. Pero no fue eso lo que más le interesó a Tragamojones, ya que de las ramas de un fresno colgaban unas alforjas de las que se salían chorizos, tasajos, panes… al lado de dos calabazas, la del agua, la del vino y el liaro con aceite. El pobre podía incluso oler lo que había dentro. Y cuando se lo estaba contando a los otros dos zamuzos, no paraban los tres de tragar más y más del agua espesa de su propia saliva sosa e inconsistente.
Pinpilampando fue el primero que reaccionó, pero fue Mondongohondo el dio con la clave para hacerse con la merienda de aquellos pobres gañanes, que por cierto eran de cerca de Oropesa. Así cuando Tragamojones propuso trazar una treta para robarlos sin más y por la fuerza, a punta de navaja. Mondongohondo dijo; les podíamos retar a ver quien ara mejor, y más derechito, y el que gane se queda la merienda.
Pinpilampando preguntó si alguno sabía arar. No. Respondieron sin más. Perfecto ya sé lo que vamos a hacer. Y les contó su plan. Plan que consistía en ir uno de ellos solo, como que va de paso, llamándoles la atención a los labradores por lo mal que estaban arando. Es más, les tenía que decir que en la vida había visto surcos peor echados. Cosa que no era cierta y por lo tanto les rebatirían los gañanes oropesanos.
Entonces entrarían en juego los otros dos, que viniendo por la dirección contraria mediarían, hasta apostar la merienda por ver quién araba mejor. Serían los jueces que decidirían con picardía por ganadores a ellos mismos.
Y así lo hicieron, Mondongohondo se puso en camino cruzando el puente de Los Llanos, pasando frente a la ermita en dirección a Tararira. Pinpilampando y Mondongohondo
hicieron un poco de tiempo, bajando río abajo hasta Parrillos cruzando el río saltando de piedra en piedra por un pasil que allí había y que solo se podía utilizar en verano cuando las aguas bajan considerable su cauce.
Al cruzar dieron un rodeo tras la fuente del Carnero por los cerros de Tararira hasta dar salida al camino de Barcapeña, haciendo como venían de la Peraleda para Arenas. Cuando llegaron a la altura de los gañanes Mondongohondo estaba ya metido en una animada riña. Pinpilampando con su acento preguntó haciendo que los otros dejaran de gritarse.
Bendita sea la luz del día, y quien nos la envía. Pero por el amor de Dios, que les pasa a ustedes que se les oye reñir desde Poyales. Se puede saber que les pasa. Entonces el buen gañán muy ceñudo les respondió; ¡Pues no dice este sarmiento que no se labrar, que hago los surcos torcidos como ramas de yedra…! Se habrá visto.
Estaba indignado porque la verdad, los surcos de su mesana estaban cavados más derechos que los chopos de la chopera. Y tan hondo que no dejaron terrón sin deshacer. Pinpilampando y Mondongohondo escucharon al labrador, y asentían con la cabeza y ya cuando acabó, dijeron al compinche;
¿Y usted que tiene que decir?
A lo que Tragamojones respondió dando alegaciones que se iba inventando. Como que no había desraizado bien las orillas. O que tampoco estaban tan derechos. Que si se fijaban bien se darían cuenta que cuanto lloviera los surcos se cenarían… y cosas así. El gañan por su parte les decía que mirasen los surcos, seguro de haberlos hecho como Dios manda. Total, que en pocos minutos la riña se reanudó, pero esta vez, envalentonados por la presencia de los otros dos, que creía el gañán eran imparciales. Y a falta de argumentos, pasaron a las descalificaciones personales.
Y ya cuando los insultos iban a dar paso a los garrotazos, Pinpilampando se puso entre los dos para que no se pegaran, y les propuso la apuesta. Les dijo;
Vamos a ver usted dice que los surcos están bien echados y usted que no lo están. Pues hagamos una cosa echen un surco cada uno y el que mejor lo haga gana la apuesta. Nosotros daremos la razón al que la tenga. A lo que Mondongohondo respondió. ¿Y que se van a apostar un gañán?
La merienda, dijo Tragamojones. Hecho, respondió el gañán. Pues pongan la merienda aquí a nuestros pies y vamos a ver quién ara mejor de los dos. Dijeron Mondongohondo y Pinpilampando. Y así lo hicieron, el gañán descolgó de la rama su alforja repleta de buena comida. Y el otro la cesta de brevas, tapadas con unos helechos.
Primero hecho un surco con la yunta el gañán, derechito como una vela. Y luego hecho el otro su surco. Bueno digo surco por llamarlo de alguna forma, ya que aquello tenía más vueltas que la calzada el puerto el Pico. Para darse como si supiera lo que estaba haciendo, según iba destripando la tierra, iba entonando estas tonadas de arada tan nuestras.
Los surcos de mi mesana, están llenos de terrones
Y tu corazón serrana, está lleno de ilusiones
Cada vez que voy a arar, y estiro de los ramales
Me acuerdo de mi serrana, que vive en los arrabales
Al medio día calor, y a la mañana galbana
Y estoy a la sombra y sudo, que será mi amante al sol
Tengo la vista cansada, de mirar por el camino
Por ver si veo venir, la calabaza del vino
Cuando Mondongohondo acabo de echar su surco, estaba sudando más que un pollo. Dejó la yunta y se acercó a los otros, que lo primero de todo le dieron agua fresca. Luego les dijo;
¿Qué señores, han visto ustedes alguna vez surco mejor echado que el mío?
Los otros dos respondieron haciéndose los sorprendidos; No, no, no la verdad es que pocos hemos visto tan bien echado. Muy bien, muy requetebién. Sí señor, muy buena la tirada.
El gañán se quitó la chaquetilla y el chaleco, se remangó la camisa, lo mismo hizo con el pantalón descalzándose y diciendo a los otros tres: Bobás, ese no dice na más que bobás. ¿Pero es que no ven ustedes el surco que ha hecho?, si tiene más curvas que el cuello una grulla. Miren el mío, eso sí es un surco bien echado. Creo señores que no hay dudas, yo he ganado la apuesta. No hay más que ver la que ha preparado este con el arado, y como van de derechos a la par los míos…
Pinpilampando entonces le dijo al gañán;
¿Usted no es de por aquí verdad? ¿Usted no arado nunca estas tierras?
El gañán que no esperaba semejante pregunta respondió sorprendido; Pues no, no señor soy de más allá de Oropesa de un pueblo que llama Lagartera. Y se quedó callado en espera de una respuesta. Respuesta que tuvo en segundos, ya que Pinpilampando dijo con cara de saberlo todo;
Eso lo dice to.
Y se explicó de esta manera:
Mire, usted sin duda el surco lo ha tirado derecho como se hacer en sus tierras, al otro lado del Tiétar. Pero aquí la cosa es muy diferente, ya que hay plantas que no las hay en su tierra que de no arrancarlas bien harán que se pierda la cosecha entera.
Toda una trola, pero siguió argumentando más el tío geta diciéndole;
Así que a pesar de que el surco de usted es derecho, los de este otro señor han ido buscando las raíces de esas plantas una por una, asegurándose de arrancarlas todas. Fíjese usted en los surcos las vueltas y revueltas que dan justo donde nacen.
Y le enseñó una raíz cualquiera para dar más crédito al engaño. Cuando la verdad era que parecía que habían estado hozando una piara de jabalíes en vez un arado. El labrador no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¿Pero qué me están diciendo ustedes? Y los otros dos erre que erre; Cómo se nota que usted no es de por aquí, sino sabría lo que estamos hablando, y empezó con la retahíla;
Sepa usted que el surco que ha hecho es muy bonito y muy derecho, sí señor. Pero esos surcos para estas tierras no valen nada, de nada, nada. Son pan para hoy y hambre para mañana. Sin embargo, el del otro sí, eso sí que es un surco bien hecho, buscando la tierra más dura y dejando la más blanda casi sin tocar. El otro replicaba diciendo, que eso si era labrar bien la tierra, no como los surcos del gañán que no había buscado la tierra blanda, ni la dura, ahondando el terreno por igual, sin matar las raíces malas.
Y le dijo más; Lástima que ahora mismo no vengan labradores de la tierra, para que les preguntara a ellos, ya vería usted como se reirían nada más ver su surco tan derecho. Bien sabía Pinpilampando que a esas horas el que más y el que menos estaría comiendo o echado la siesta a la fresca de la sombra.
Al poco tiempo el gañán empezó a creer lo que los otros le estaban contando, pensando para sí, si tendrían razón. Si aquellas tierras se araban de forma diferente al resto de tierras que había arado, y habían sido muchas y muy lejanas. Vamos que lo tenían en el bote. Pero darle el remate, le convencieron al final de que Tragamojones había realizado la ingente tarea de sacar los gorrones más grandes, también uno a uno, dejándolos a la vista del amo, para luego ponerlos en los muros que protegen los verdes prados de la Dehesa.
El gañán estaba más que perplejo, embotado. No dejaba de mirar para todos los lados con la boca abierta de par en par, tanto que ya ni las moscas se metían en ella, pues se le había caído al suelo la última babilla.
Pinpilampando y Mondongohondo, sin perder el tiempo le dieron las alforjas del gañán a Tragamojones y arrearon velas haciendo como que cada cual seguía su camino. Dando la media vuelta en cuanto perdieron de vista al pobre gañán que se quedó son merienda, hasta llegar a la Dehesa donde se reunieron en un casillo los tres gazapinos para dar buena cuenta de lo que las alforjas guardaban.
El casillo era de una sola estancia, y estaba construido al lado de un arroyito. Allí nació el abuelo del abuelo de Tragamojones. El tío Juanillo, le pusieron ese mote, por remover unos mojones a su conveniencia. Cosa que le costó caro tras perder el juicio y hacer frente a la multa y la reposición de los Mojones a su justo lugar. Desde entonces, tanto al abuelo de su abuelo, como al resto de la familia, como “Los Tragamojones” y la finca donde removieron los mojones, Valtravieso.
Donde por cierto otro día estaba podando un riquillo de Arenas, unos guindos garrafales. Con su buen caballo y un cesto de mimbre lleno de lo bueno lo mejor en las aguaderas. Tragamojones era un chiquillo listo como un rayo, y al ver el cesto lleno de comida desde el casillo. Se despeina y haciendo como si le faltara el aliento, va a todo correr gritándole al riquillo.
¡Tío Fulano, tío fulano! ¡Su mujer, su mujer!
El riquillo se baja del guindo que estaba podando, sobresaltado por los gritos de Tragamojones. Preguntándole a que venían esos gritos. Que qué decía de su mujer.
Cuando Tragamojones llegó al pie del guindo, el riquillo le ofreció un poco de agua para que recuperara el aliento. El pillo echó un buen trago. y nada más beber va y le dice al otro.
Su mujer tío Fulano, su mujer que me han dicho que le diga que se ha muerto. Y vengo desde Arenas corriendo solo para decírselo.
El riquillo nada más oír tan mala noticia, quitó las aguaderas al caballo para ir más deprisa y sin decir más salió escopeteado para Arenas. Mientras Tragamojones se ponía las botas hasta no dejar nada de lo que en la cesta llevaba el pobre hombre. Este al llegar a Arenas, lo primero que vio fue a su mujer hilando la puerta de la casa. Y nada más verla cayó en el engaño de Tragamojones. Más de tres meses anduvo Tragamojones escondido, por miedo a encontrarse con el riquillo.
Otro día subían los tres de los Llanos a la feria de Arenas. Y a la bajada de la Cuesta de San Agustín, en el reguero de la Carrellana, andaban lavando un corro de buenas mozas, y alguna que otra mujer mayor con ellas.
Al llegar a su altura, Pinpilampando sin encomendarse a nadie, va y las pregunta en alta voz:
Vaya, parece que en este corro se vende vino.
A lo que la mocita más jovencilla respondió.
¿Y eso a qué ton viene? ¿Qué vino se vende aquí?
A lo que Pinpilampando contesta con sorna.
Hombre yo al ver tanto pellejo junto, pensé que se vendía vino.
Ese día se les quitaron las ganas de hacer bromas para siempre a los tres. El apacible corro de mujeres nada más oír a Pinpilampando, se levantaron como un enjambre de abejas, echándoseles encima de los tres calaveras. Mientras unas les sujetaban tirándoles de los pelos. Otras les daban con las tablas y palas de lavar. Zarandeándoles hasta el mismo brocal de la fuente de la Carrellana, donde fueron a dar los tres.
No conformes, tras la paliza y el chapuzón, en el que casi les ahogan. Les dieron tal maculillo a los tres, que estuvieron sin poderse sentar más de medio año (el maculillo, era una costumbre arenense que consistía en agarrar las mujeres a los hombres por los brazos y piernas, subiéndolos y bajándolos con fuerza con el fin de golpearle en trasero con las piedras del suelo. Esto se hacía sobre todo en la fiesta del Remate de la aceituna)
Desde entonces, como os decía, Pinpilampando, Tragamojones y Mondongohondo dejaron de gastar bromas, pero no de arramplar con todo lo que se pudieran echarse a la boca. Y tramar artimañas para comerse meriendas ajenas. Como ellos decían: De lo que no cuesta, lléname la cesta. Y a Santo enfadao, con no rezarle habiao.