La ofrenda de la palabra
“Las leyendas proceden de un mundo arcaico, pero en nuestro telar volvemos a trenzarlas con hebras nuevas.”
(Irene Vallejo. El infinito en un junco. Siruela)
Homero las llamó “palabras aladas”. Eran aquellas que solo la memoria podía retener; las que se transmitían oralmente cuando el mundo era un niño que no había conquistado la escritura.
Palabras que recorrían el planeta y en las que lo cotidiano era tan real como lo legendario, pues en ellas las verdades -transformadas en poéticas mentiras-, se revestían de una verdad mucho más profunda.
Palabras efímeras de aire que pertenecían a todos y a nadie; que transmitían, a través de las generaciones, historias cambiantes a capricho de las habilidades, los conocimientos y la memoria de cada emisor/a.
No es casual que, según la mitología griega, las musas –divinidades inspiradoras de las artes (de ahí el término “museo”)-, fueran hijas de la diosa Mnemosine, la personificación de la memoria sin la cual nadie puede crear.
La infancia de la humanidad y la de los individuos tienen recorridos paralelos: ambas comienzan siendo iletradas.
En sus orígenes, el alimento de la palabra es “alado” y se saborea por el oído mucho antes que por el ojo.
Previamente a la aparición y popularización de la escritura, durante siglos y siglos, la transmisión de la palabra volaba como una ofrenda entre memorias y oídos. Después, incluso, de la invención de la escritura, no se concebía la lectura sino en voz alta. En el siglo IV, Agustín de Hipona, tras observar leyendo al sabio Ambrosio, escribía asombrado en sus Confesiones:
“Cuando leía, sus ojos recorrían las páginas y su corazón penetraba el sentido; mas su voz y su lengua descansaban (…) Así le vi leer en silencio.”
La lectura se hacía ordinariamente en voz alta otorgándole a las palabras un “ánima”, un alma, es decir, “animándola”, en-cantándola como un canto. Hubo que esperar hasta el siglo X para que la lectura silenciosa fuera habitual en Occidente y se contemplara también el diálogo íntimo entre lectura y lector.
Cuando las palabras comenzaron a escaparse de la memoria para quedar ancladas e inalterables en textos escritos, no faltó quien se revelara ante semejante insensatez. Así, en Fedro, uno de los Diálogos de Platón, encontramos la disertación entre Theuth -dios egipcio inventor de los dados, las damas, los números, la geometría, la astronomía y la escritura-, y Thamus, rey de Egipto al que el dios le presenta sus descubrimientos y, cuando aborda el del arte de la escritura:
“Dijo Theuth: – Este conocimiento, ¡oh rey!, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un elixir de la memoria y de la sabiduría.
Pero Thamus le respondió: – ¡Oh Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta a los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque, al descuidar la memoria, es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un elixir de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a los hombres, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y, además, difíciles de tratar, porque habrán acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad.”
Quizá no andaba Platón, en este caso, falto de razón si pensamos en el texto como algo escrito con “letras muertas”, escritas (o leídas) desde fuera y no desde dentro y carentes, por tanto, de una voz interior que les insufle un aliento de vida.
Afortunadamente, a lo largo de los siglos, la palabra alada y la palabra escrita, lejos de enemistarse, se han entretejido y, complementándose, nos siguen aportando a través de espacios y tiempos una infinidad de placeres y conocimientos salvados del olvido.
Aunque muchos se perdieron en el camino, gracias a la memoria y a la escritura conservamos un abundante legado de mitos, cuentos, leyendas, fábulas, romances… que nacieron de la tradición oral y han viajado en el tiempo hasta nuestros días.
No permitamos que el olvido los invada o los confunda. No permitamos que se reescriban con letras muertas en palabras enjauladas.